Salí a conseguir provisiones, ya era necesario; con estrictas medidas
de seguridad me ordenaron salir; estoy seguro que cumplí la orden
a cabalidad. Acá les cuento como lo hice.
El número final de mi cédula me habilitaba; cuando comencé a conducir,
noté que había poco flujo vehicular, pese a las restricciones, había gente caminando
como si nada; sin medidas de protección.
La primera diligencia: acercarme
a un cajero automático; después de usarlo, sobre mis guantes puse gel
antibacterial, lo mismo que sobre las teclas del cajero; luego subí a Servientrega
a enviar unos pesos; la sala solo tenía a la cajera con la persona que iba delante
de mí, esperé afuera del recinto, la cajera al verme cuando yo intentaba ingresar, -a pesar que existían cinco metros
de distancia con la señora a quien atendía-, me gritó con voz seca y potente: “¿oiga, no leyó lo que
dice a la entrada?, ¡no entre, espere afuera a que lo llame!”; obediente al
darme cuente de mi error, esperé afuera más de cinco minutos, era prudente
obedecer esa voz de mando; me puse a observar que entablaba una amena conversación con la
mujer que atendía, conversaban sobre el tiempo de la cuarentena y el cuándo se
normalizaría todo: en agosto o septiembre eran los cálculos, que mediaba la
conversación; conversaban sobre lo que significaba no ver gente; todos los
almacenes cerrados; entonces carraspeé para llamar la atención por el largo tiempo que
demoraban, y me gané otro regaño: ¡Yo le
aviso cuando le toque su turno!.
En silencio miré atrás de mí; tres
personas más hacían fila a prudente distancia; una señora con un gran tapabocas hasta
mitad de los ojos, y guantes hasta los codos, me hizo un gesto con sus cejas y
hombros, como diciéndome: qué le vamos a hacer, hay que hacer caso; le entendí perfectamente.
Miré de nuevo hacia la cajera, pero se animaba más su conversación, ahora reían...; pensé entonces: deben tener muchas ganas de conversar; han estado mucho tiempo encerradas en casa y sienten gran alivio, poder expresarse, dialogar; es una necesidad humana entendible a estas alturas de la cuarentena.
Miré de nuevo hacia la cajera, pero se animaba más su conversación, ahora reían...; pensé entonces: deben tener muchas ganas de conversar; han estado mucho tiempo encerradas en casa y sienten gran alivio, poder expresarse, dialogar; es una necesidad humana entendible a estas alturas de la cuarentena.
Esa reflexión calmó mi impaciencia
y me tranquilicé; metí las manos en los bolsillos para palpar todo lo que
llevaba conmigo, quería asegurarme que todo estaba en orden; olvidé que tenía puestos unos incómodos y apretados guantes de
goma; todo se me enredaba y no atinaba a saber que era cada cosa, palpar sin
piel es extraño; nunca había experimentado esa sensación; intenté entrar a mi celular para revisar si había algún nuevo mensaje, sobre los
encargos de último momento.
Llegué a sentirme como Mr Bean |
Qué torpe...; el celular no se activa
con la goma del guante; tuve que retirarlo para tocar la pantalla con mi dedo, con mi piel; los guantes por dentro eran fogón encendido; un río empapaba mis dedos; saqué mi pañuelo para secarme; instintivamente saqué el gel y me eché por todos lados, sobre los guantes, en mis ojos, me quité la gorra y me eché en el pelo, las cejas, el cuello, y puse gel sobre el pañuelo; quería asegurarme
que no me estaba contagiando con el ambiente; quería sentirme libre de contagio; quise no hacerme notar; imposible; fue notoria mi torpeza; la señora con
guantes hasta los codos, y con un gran tapabocas que le cubría hasta las orejas, me estaba escudriñando con
sus cejas; de repente el portentoso grito de la cajera me asustó, pero me
salvó: ¡Siguiente!; llegué a sentirme como Mr.
Bean, intenté ponerme de nuevo el guante de mi mano derecha y no pude; que sensación tan pegajosa; entonces la señora cajera se levantó de su silla y acusándome con su dedo me gritó: ¡no entra si no se ha puesto los
guantes!.
En verdad no sé porqué carajos hacen los guantes tan incómodos, se
me hizo una eternidad volver a calzármelos; entonces me acerqué; me separaba un vidrio con la señora de voz de mando; -el vidrio me protegía en caso que ella estuviera contagiada-; pensaba; ella
tenía tapabocas y guantes, y su firme voz disipaba cualquier indicio del virus,
me daba tranquilidad su seguridad para mandar; era perfecta para comandar un
pelotón de infantes de marina.
Ella no preguntaba; ella afirmaba
y ordenaba: ¡número de cédula al frente estire, y ponga
acá su huella!
Terrible; tuve que volverme a
quitar el guante de la mano derecha y casi lo rompo a rabiar por la fuerza, al retirarme
ese pegajoso, estrecho y horrible guante para poner mi huella, me llené de temor...; no por la voz de mando, sino pensando que sobre
esa superficie que tocó mi dedo índice, sonreían trillones de microscópicas células en
forma de corona grasienta; seguro; allí estaba frente a frente con Covid-19; ¡era él: el coronavirus!; reaccioné por mi supervivencia en busca del gel antes de ponerme el guante, empapé de gel mis manos y todo lo que habían tocado mis guantes; mi cédula de ciudadanía, y de una vez, la tarjeta del parqueadero; enseguida pensé que pude haber dañado
esos documentos, pues casi me gasto todo el frasco hasta embadurnarlos.
¡Listo señor el giro está listo, tome su recibo!; la agarré con los
guantes y le eché gel al recibo; debía llevar el recibo, pues era la sentencia de haber hecho el giro.
Se acabó mi locura y mi miedo al Coronavirus; -pensé-; salí precipitado a mi segunda
diligencia; busqué con afán la lista de las cosas que necesitábamos en casa, e
hice la cola frente al supermercado; al interior recorrí todos los estantes, y me dí cuenta que no había esencia
de vainilla, ni polvo para hornear; mi esposa deseaba hacer una torta para acompañar
las tardes de cuarentena, y a fe que debía encontrarlo; tomé los tomates, los plátanos, el
aceite, las zanahorias, el cilantro, el pan bimbo multicereal, la leche, y otras cosas
del encargo.
El primero en turno para pagar, un señor de 70 años o
más, conversaba muy animado con el cajero; departían sin afán, mientras en la
fila esperábamos; yo era el tercero en la cola; hablaba, sobre su insomnio; -entonces, me acordé del mío-, le contaba al cajero que se le había acentuado a raíz de la cuarentena; hablaba sobre cada producto que iba echando en su bolsa; lo levantaba, lo revisaba, lo miraba uno por uno; publicaba a viva voz los beneficios de cada verdura,
de cada fruta; afirmaba que eran buenas para elevar las defensas; explicaba al
cajero para que servían, cómo debían consumirse, que vitaminas y proteínas tenían, el valor y la marca; el
comprador, sin ningún afán expresaba sus temores preocupado porque el encierro se
alargara un año más; -necesitaba, hablar con alguien diferente de su casa,
necesitaba saber que lo escuchaban-; eso pensaba mientras respiraba hondo,
haciendo casi explotar mi tapabocas.
Era el medio día y hacía calor
sobre Chía; seguían en el turno dos muchachos adolescentes, mechudos, lucían sin
bañarse, trasnochados; pagaban unas latas de cerveza, mientras jugaban a gritos
con las palabras que comienzan por M….a, y por la que empieza por Gü..ó.; nada
serios; no llevaban tapabocas, ni guantes, jugarreteaban sin importarles que las
personas dentro de la tienda, usábamos medidas de protección.
Salí con mis cosas, y de regreso a casa, vi frente a
los bancos largas filas de gente para hacer diligencias; gente de edad que sin duda no
acceden a los servicios de internet, porque desconfían de ese sistema, o porque
de pronto, no tienen computadores en sus casas; o tal vez, porque desean salir de
su encierro, a pesar del riesgo de ponerse frente al letal coronavirus.
Veía a la gente en las calles con
un mundo de preocupaciones encima; problemas por resolver, angustias para
conseguir lo del diario para comer, o para resolver diligencias inaplazables.
Esta pandemia, nos puso patas
arriba; el riesgo de estar en la calle sin medidas mínimas de protección, puede
ponernos ad portas del cementerio, donde nadie nos acompañe. Si llegáramos a salir
de casa hacia el hospital por el contagio, es posible que tampoco volvamos a conversar con nuestros seres queridos; eso pensaba de los dos jóvenes irresponsables que
juegan con sus vidas y con las de quienes salimos por necesidad justificada a
la calle.
Me di cuenta que los pedidos a
domicilio, son más costosos que comprar directamente en la tienda; calculo un 25%, más costoso, luego de comparar con lo comprado a domicilio, hace
un par de semanas.
Luego al llegar a casa, cada envoltura
retirada y a la basura; cada producto se limpió con un paño húmedo de agua y
límpido; afuera, en el jardín, puse toda mi indumentaria y zapatos entre un balde lleno de
agua y detergente, y entré directo a la ducha, a lavarme
con jabón hasta los dientes.
Por ahora en casa nos sentimos aliviados,
preocupados por los seres queridos que permanecen en otros lugares; pensando en la gente
vulnerable y los más necesitados de recursos, de trabajo. Rogamos a Dios para que
nuestros gobiernos puedan tomar las mejores decisiones; que entre todos, seamos capaces de
vencer la pandemia; que el gobierno nacional pueda sostener la economía, y que los ciudadanos, conservemos un comportamiento que combine
la disciplina con el sentido común.
Espero que cuando todo termine, cuando
la gente salga sin tantas limitaciones a la calle, no olvidemos las lecciones
aprendidas; no podemos volver a ser los mismos de antes: destructores,
odiadores, manipuladores, vividores. De algo debe servirnos esta obligada
experiencia; al menos, comportarnos como mejores seres humanos.
Nuestras vidas necesitan la
interconexión de cada ser humano con el otro y la interconexión de los humanos con
la naturaleza; nuestro planeta reclama los espacios que hoy le damos; se
derrite por nuestra torpeza; los seres vivos, los animales y las plantas, le
agradecen a la pandemia, el alivio que les produce la ausencia del hombre; el aire
agradece a las chimeneas de las industrias y de los automotores que no le llenen de
partículas con veneno.
Es la tarea de todos, cuidarnos
en medio de tan mortífera pandemia, y es tarea permanente, reflexionar sobre
la manera como volveremos a encontrarnos en medio del ruido y de la frenética velocidad
que imprimimos, a todo lo que nos pone a rivalizar con egoísmos y sin
medida.
Cuando volvamos a encontrarnos, no
volvamos a dejar a un lado tantas situaciones que llevan al sufrimiento de
muchas personas; el Papa Francisco desde la Basílica de San Pedro, ayer nos decía: “este no es tiempo de la
división. Que Cristo, nuestra paz, ilumine a quienes tienen responsabilidades
en los conflictos, para que tengan la valentía de adherir al llamamiento por un
alto el fuego global e inmediato en todos los rincones del mundo. No es este el
momento para seguir fabricando y vendiendo armas, gastando elevadas sumas de
dinero que podrían usarse para cuidar personas y salvar vidas”.
Al volver a la calle y a los
lugares que frecuentábamos antes de esta tormenta, no olvidemos por favor, que
necesitamos relacionarnos mejor, respetarnos más; vivir en coherencia con Dios, y en armonía con el planeta
que Él nos regaló.
Escrito en Chía el lunes 13 de
abril de 2020, siendo las 16:40 horas, cuando en este preciso instante está
lloviendo.
He ido paso a paso en su recorrido... me encanta saber lo que piensa y nos comparte! Un saludo fraternal desde este lado del océano dónde las cosas no son mejores...
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